Joya de la política Dominicana
BALAGUER Y CUELLO, ADVERSARIOS QUE SE VIERON LAS CARAS DE FRENTE
Detalles inéditos de un encuentro entre el entonces dirigente del PCD y el Presidente tras el asesinato de Orlando
El editor y analista político José Israel Cuello revela casi cuatro décadas después la reacción del Presidente Joaquín Balaguer cuando él le entregó en su despacho del Palacio Nacional la lista con los nombres de los asesinos del periodista Orlando Martínez.
¿Cruz Acevedo otra vez...?, preguntó Balaguer a José Israel cuando vio la lista con los implicados en el crimen.
Cuello hace la revelación en una carta que envió ayer al periodista César Medina para referirse a su columna del pasado sábado titulada “Balaguer y José Israel”, que se refiere a esa entrevista.
La carta de José Israel:
Estimado César:
El pasado sábado, temprano, me llamó Federico, mi hijo mayor, desde el aeropuerto en Nueva York, donde tomaba un avión para Santo Domingo, para informarme lleno de alegría que tu columna diaria estaba dedicada a mis relaciones con Joaquín Balaguer.
No te niego que, a pesar de los acercamientos que hemos tenido en los últimos años, estimulados precisamente por el mismo Federico, acogí la información con ciertas aprehensiones, derivadas de los enfrentamientos con que manejamos antes nuestros temperamentos.
Al leer el texto, con alguna fruición, concluí que en general tus apreciaciones sobre esos hechos eran certeras; pero, los hechos mismos, conocidos de rebotes, se han deformado con los años y me imponen, a pesar de lo difícil que es hablar de sí mismo, hacerte unas precisiones que no te obligan, por supuesto, a llevarlas a tu propio público.
Lo hago en reconocimiento de tus valoraciones y como aportación a tu acervo, del que tanto demandas para el accionar diario que te impone el oficio informativo en que te ancló la vida.
Los hechos se desarrollaron de la siguiente manera:
Como sabemos, tras el asesinato de Orlando y la entrega a Balaguer de la investigación amañada que coordinara el General Jefe de la Policía desde antes del acontecimiento criminal, Guzmán Acosta, y presos ya sus implicados escogidosóCheché Luna, Norge Botello, Melvin Mañón y Diómedes MercedesóBalaguer procedió a designar en el cargo al general Nivar Seijas, lo que implicó una acusación de grupo, dada la carga de rivalidad de todos conocida que tenía ese General con la facción que lideraba abiertamente también el general Enrique Pérez.
Del nombramiento de Nivar, y del señalamiento en el dispositivo del decreto acerca de su misión inmediata, las investigaciones sobre el crimen que había conmovido a todo el país el 17 de marzo anterior, se derivó la renuncia colectiva a sus cargos de Enrique Pérez, Ramón Emilio Jiménez Reyes, Salvador Lluberes Montás y Logroño Contín, así como el madrugonazo con que Balaguer juramentó y puso en posesión en sus bases y despachos a los sustitutos que ya tenía vistos y amolados.
Sus renuncias, en un documento conjunto, en cualquier sociedad organizada, era una admisión de culpas.
Esos son los precedentes de aquella entrevista con Balaguer, cuyos detalles levanto por escrito por primera vez y estimulado por tu nota.
La oportunidad surgió de una denuncia hecha pública por el amigo Ercilio Veloz Burgos en el sentido de que la trama criminal continuaría con él y conmigo, denuncia de la que me enteré por la prensa y que para mí carecía de sentido, porque aquella gente se encontraba a la defensiva y a pesar de que sus instintos y metodología criminales eran capaces de conducirles a nuevas aventuras, esta vez tirando muertos en los pies de su rival, ello podía colocarse en un lugar remoto.
Por ello nada dije al respecto.
Pero, José Osvaldo Leger, en un gesto que siempre le agradeceré, tomó para sí la denuncia y me fue a ver a media mañana a la oficina con la noticia de que le había planteado al general Nivar la situación y que este quería verme.
Le dije entonces a José Osvaldo, en primer lugar, que sus buenos oficios eran encomiables, pero que comprendiera que el general Nivar era el Jefe de la Policía, y que un dirigente político no se entrevistaba más que preso con el incumbente de tal cargo; que yo reconocía y así lo había hecho público en más de una oportunidad, que Nivar Seijas era un dirigente político, pero que en ese momento estaba al frente de la Policía; que si de hablar de política era de lo que se trataba, él debía entender adecuado que yo hablara directamente con el doctor Balaguer cuando él lo creyera conveniente, pero que no perdiéramos ni el sueño ni mucho menos el tiempo con eso de atentados en las condiciones existentes.
Un rato después cruzó a verme mi padre desde la calzada en enfrente en calle la Arz. Meriño. Lo había llamado Bello Andino para decirle que el Presidente me recibiría en su despacho al caer de la tarde.
Alerté, por supuesto, a papá de la situación, a lo que él simplemente agregó, “cuídate mucho mi hijo, Balaguer es muy hábil y siempre ha tratado de seducirte”.
De seducirnos, le dije.
(Había precedentes, ligeramente distintos a los que señalas, y más sabrosos. Ahorita te los cuento, no te desesperes, ni te canses, que esto es largo.)
Un rato después, José Osvaldo volvió, a decirme lo que ya sabía y “Ö.eran las cinco en punto de la tarde” cuando pasó a recogerme.
Iba al ruedo, pero, como sabes, no morí en él.
Mientras avanzábamos hacia el Palacio de gobierno me instruía acerca de qué decir, y cómo hacerlo, mientras yo pensaba que, ciertamente, las cortinas del Palacio son de cierto pelo azul.
Entre la visita de papá y las cinco en punto de la tarde me impuse de la trascendencia y de los riesgos de aquella entrevista que no había buscado sino que había creado una coyuntura, y te confieso que me hice ilusiones acerca de sus proyecciones en la definición de la vida democrática de los dominicanos, por lo que saqué tiempo hasta para tirar los palitos del I Ching, recoger papeles y organizar una agenda de temas a tratar.
Ello, alentado por la reacción de Bosch cuando se supo de la renuncia colectiva de las cuatro bestias y de la reacción de Balaguer, durante el acto en que lanzábamos una reedición dominicana las memorias hasta esa fecha de un Manuel del Cabral, Historia de mi voz.
Del Cabral, quien todavía en1975 rodaba por Buenos Aires, y rescatábamos su obra en aquella la sala de sueños de los hermanos Brea Franco sita en el segundo piso de su librería tan esperanzadora de la Santiago con Dr. Delgado.
Por suerte, ya, a esa hora de casi el mediodía de un sábado, habíamos escuchado al mismo Bosch y un trabajo brillante leído con la voz de ultratumba de Manuel Rueda.
Fue entonces cuando el Profesor se paró de la silla que ocupaba en la presidencia del acto diciendo que se marchaba porque había acontecido algo de una trascendencia única, algo que no ocurría muchas veces en la vida y que él debía asumir de inmediato la dirección de su Partido (que cabía entonces, entero, en los Lada que les dejó el Niño Jesús en su primera navidad).
¿Dijo en ese momento eso Bosch? Si, dijo eso, o algo así. Sí, así, de ese tenor; de ese barítono.
Ya en el Antedespacho presidencial, donde se movían seguros y risueños los rameados del día, me abordó un consejero no solicitado quien, pensando en voz alta, dejaba caer aquello de que ellos no iban a matar nadie ahora, (ellos eran los generales renunciantes) pero que no era conveniente descuidarse, bajar la guardia, que entonces daban el tablazo.
Lo escuché con reservas, con respeto, como si fuera conmigo, porque él sabía de esas cosas, era su oficio.
¿Dónde me había metido? Pero era interesante.
Y tenía razón el instinto.
Vino a confirmarlo el próximo de los nuevos ascendidos, Marcos A. Jorge Moreno, quien llegó acompañado del fraterno Ubi Rivas, su amigo, y mío, desde el Santiago de comunes inocencias ya perdidas, a quienes pregunté por la identidad del matarólogo que les había precedido y dijeron que era el general Eladio Marmolejos quien en su condición de Jefe de la Base Aérea de San Isidro, y propietario de una finca inmediata, (vaya usted a saber si no desprendida de las enormes áreas verdes que circundaban entonces aquel recinto aterrador), había desplegado su propio ganado antes de que naciera el día y llegara Balaguer a sustituir al temible Chinino como Jefe de Estado Mayor. Con ese recurso primitivo evitó una eventual despegue de la flota aérea, en un despliegue de astucia de alto (o muy escaso) vuelo, pero de resultados óptimos, precisos; tantos, que era el hombre del momento.
Yo cuadraba los libros mentalmente: Para mi, en ese instante, los trujillistas más conspicuos, los que hasta exilios diplomáticos y vejámenes sufrieron de los que se arrimaron a los cívicos y a sus causas a la caída de la dictadura, así como a los yanquis que los apadrinaban a todos, desplazaban en ese momento a los que tantos desplantes les hicieron.
Ello, hasta que por la otra esquina apareció el redivivo Rivera Caminero lleno de ramos y de charreteras para desencuadernarme un discurrir que interrumpió, sin conclusiones completas hasta hoy, la invitación cordial a que pasara.
(Mañana seguimos, César.)
Desde el Antedespacho presidencial, que antes fue la escueta oficina de Trujillo, pasamos al Despacho que en ese momento ocupaba el Dr. Balaguer.
Era y es el mismo recinto donde en un ya remoto 5 de mayo de 1960 Trujillo en persona recibió al primer grupo de los conspiradores “develados” en el enero anterior recientemente liberados de las cárceles, para conminarnos a una integración a la vida política con sus garantías personales de respeto a nuestros derechos ciudadanos, todo en un ambiente de terrores verbales que incluían palabras impublicables, amenazas directas y específicas, así como recordatorios de sus hazañas y de sus impunidades como aquella de “ÖÖ.sigan poniendo bombas, carajo, que les parto el cocote, yo maté 18 mil haitianos y no me pasó nada, se me van, coño, se me van partía de mariconesÖ..”
Silente, Balaguer, vicepresidente ya, estuvo detrás de Trujillo aquel día de infamias junto a la flor y nata de los mandos, junto a Ramfis y a Negro entre los familiares dotados de “poder”;
con ellos, elementos que amenazaban con los recursos más primitivos al signo de los tiempos que de alguna manera representábamos allí y antes en la clandestinidad, en las cárceles y en los tribunales, Johnny Abbes García, Roberto Figueroa Carrión, Fernando A. Sánchez (Tunty) y Candito Torres Tejada, torturadores insignes, vesánicos, crueles, implacables;
y don Cucho Álvarez, Fortunato Canaán, el Prof. Augusto Peignan Cestero y Canoabo Fernández Naranjo entre los valores políticos presentables de su ya deteriorada estructura, ausentes como estaban ya los Peynado, los Troncoso, los Bonnelly, los Cáceres, los Vega y los Vidal; unos, los Peynado, tan importantes en la primera década, porque la descendencia se había agotado en la largura del régimen, los otros, porque sus hijos habían sido sensibles al cambio ya inminente y compartieron las cárceles y torturas que eran el signo de la tolerancia real y posible para los que veían deshacerse entre las manos un puñado de agua, ayer tan sólido.
De todos, uno, el Prof. Peignand Cestero, tuvo la audacia y la entereza de cruzar a la sala donde esperábamos, ignorantes de para qué habíamos sido convocados la tarde anterior, por telefonemas, y qué nos esperaba.
Preguntó: “¿Cuál es el hijo de Cuello?”. Cuello estaba ahí, y el hijo también, quien levantó la mano derecha. “Mira, muchacho, cuando el Jefe salga no digas una palabra, sólo el nombre, si te lo pide él mismo, ese hombre tiene un pique contigo que cualquier cosa que digas te puede costar la vida, y quién sabe; retirándose, sin dar la mano a Cuello, ni al hijo de Cuello por el que se había arriesgado tanto.
Muchos años después pude reconstruir el origen de aquella saña, felizmente diluida en improperios y amenazas, en palabras hirientes y en menosprecios, en ostensible desesperación:
Fui liberado de la cárcel un domingo, después del 29 de febrero cuando se produjo la condena de la “Corte de Apelación”, día del bisiesto inolvidable, pero no puedo recordar cuantos domingos después. Ya habían liberado a algunos, todo el mundo movía sus influencias, y Trujillo sabía que eso de 400 presos políticos capaces de arrancarle a la Iglesia Católica una Carta Pastoral inusitada no era nada presentable, pero la llave no estaba abierta a todo dar ni lo estuvo para muchos en ningún momento; para muchos nunca.
Ese día, Cuello, Cuello el padre, después de su misa diaria acostumbrada, consideró conveniente acercarse a su amigo Ricardo Pittini, el Arzobispo Metropolitano, sin conocimiento de que precisamente Pittini, que había firmado la Carta Pastoral por disciplina, había dejado la constancia de sus discrepancias con la renuncia al cargo al día siguiente, hecho del que vinimos a saber muchos años después por la publicación de los documentos estadounidenses por Bernardo Vega.
Solícito, Pittini tomó el teléfono y marcó el directo de Trujillo, el mismo que tantas veces había marcado en el largo ayer de sus connivencias, y Trujillo le dijo, antes de saber en nombre de por quién intercedía, que estaba complacido, no por mí, sino por la renuncia de la cual él sí tenía conocimiento, y por la fisura que ello expresaba en la cúpula eclesiástica tan sorpresivamente hostilizante para él.
Pero pidió el nombre, claro.
Al dárselo el obispo, dijo que papá nunca había tenido problemas con él, que era un hombre tranquilo, que dónde estaba el preso, que si quería recibirlo en Palacio o buscarlo en La Victoria.
“No, yo lo recojo, muchas gracias Jefe. Usted, está muy ocupado, para perder su tiempo en estas cosas.”
Y fue a La Victoria a buscarme, y volví a mi casa, pero no a la universidad donde cursaba el quinto año de la carrera, sino a la Editoral Duarte donde desde 1952 había laborado mientras estudiaba en el Liceo Nocturno.
Volver a la universidad era un desafío que no se me ocurrió hacer y no tengo presente a nadie que lo hubiese intentado en aquel tiempo.
Ya en mi casa, le pedí a papá que me acompañara para dar las gracias a Mons. Pittini por su gestión, y en su despacho, luego de lo protocolar, comencé el relato de los momentos vividos en La 40 y en La Victoria por mí y por todos los que en ese momento seguían siendo vejados y torturados. Mons. me escuchaba con atención, pero papá se colocó discretamente detrás de él (a pesar de que era ciego) y me hizo señas categóricas de que me callara, de que no hablara más.
Ya en la calle se explicó: el cura no le merecía ninguna confianza.
A la Editorial Duarte y a la casa me fueron a ver muchas personas, unos a solidarizarse, otros a empalmar cabos sueltos de la organización interna a la que afluían más y más personas mientras la represión se hacía mas ineficaz y mas torpe.
Muy pocos días después de los improperios de Trujillo, cuyas notas de prensa edulcoradas no pudieron esconder sus malacrianzas, se reiteraron las invitaciones a Palacio de grupos de liberados a los cuales se atropelló de la misma o de peor manera.
Un día, previo anuncio y las advertencias de lugar de papá, se presentó un señor que ameritaba las precauciones, siendo como era un político del poder quien quería verme.
Muy cortés, me dijo que acudía por sí mismo y de parte del Dr. Balaguer, porque ellos no compartían el tratamiento que se daba a las inquietudes de la juventud en ese momento y que, cuando fuera posible, a ellos les interesaba conversar conmigo acerca de cómo veíamos el futuro del país.
Mientras hablaba, la indignación subía desde las piernas al cerebro, y sin pensarlo dos veces, casi sin dejarle terminar, me expresé así y nunca me he arrepentido de ello: “dígale al Dr. Balaguer que él es no más que un traidor, que es capaz de proponer esas cosas después de una vida junto a Trujillo, y que no me apetece reunirme con traidores porque supongo lo que me pasaría a mi si nos descubren.”
El hombre sonrió, y abandonó el local diciendo “yo también fui joven”.
Vine a entender el mensaje en Madrid, poco tiempo después de la muerte de Trujillo, cuando en la recomposición de los mandos el Dr. Carlos Rafael Goico Morales pasó a ser presidente de la Cámara de Diputados y entendí que Balaguer había construido un partido propio dentro del poder de Trujillo.
Pero, en ese, yo no cabía, ni quepo a pesar de que hace días que he dejado de ser joven.
Ya de Balaguer tenía nociones, algunas veces le vi subir al despacho de papá, después de revisar las novedades que habían llegado a la librería recientemente; tanto a él como al Lic. Julio Ortega Frier, en sus temas, se les guardaban las novedades para que las vieran antes de ponerse a la venta, enlas materias cintíficas y técnicas, se hacía lopropio con el INg. Leonte Bernard.
Pero, a mediados de 1955 hube de entrevistarme directamente con él en su despacho de la secretaría de Educación y Bellas artes, sito en la calle Mercedes casi frente a la iglesia de la Altagracia, ello porque pretendía presentar en vacaciones las materias del cuarto año del bachillerato y como tenía menos de la edad requerida precisaba la autorización personal del Secretario.
Papá me acompañó como era de rigor y presenció el largo paseo por los conocimientos que se hizo para aquel trámite, tan largo que al terminar, y mientras volvíamos caminando a nuestro trabajo, le pregunté por qué aquel hombre había hecho ese examen tan largo si era evidente desde las primeras preguntas que no era necesario más. El Viejo se sonrió y dijo como para sí mismo, “es que es político y los políticos siempre están seduciendo y ahí pretendía matar dos pájaros de un tiro.”
De la misma manera, ya en las postrimerías de aquel régimen de oprobios, después de las torturas y de la cárcel, después del encuentro con el Lic. Goico Morales y de la respuesta destemplada, en una recepción, tal vez en la Nunciatura, el Dr. Balaguer se acercó a papá y le dijo “saque a su hijo del país que se lo van a matar, está muy mal visto en Palacio, sáquelo”.
Pero cómo lo saco, el no tiene pasaporte.
“Solicítelo que eso pasa por mis manos”.
Y así fue.
Un día cualquiera llegó el telegrama diciendo que pasara a buscar el documento del cual se habían hecho las gestiones a mis espaldas y de cuyas diligencias y detalles me enteré frente al hecho cumplido.
Eso Balaguer me lo sacó en cara siempre.
“Yo no me explico, a ese joven yo le salvé la vida y mira como me trata”.
A lo que hube responderle por las mismas vías que nunca le pedí aquel pasaporte, que él como signatario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en 1948 en París estaba obligado a garantizar la libertad de tránsito y como presidente, o vice antes, la Constitución de la República le obligaba a lo mismo, independientemente de las circunstancias.
Pero, dirás ¿por qué la inquina?
Sucede que, tras la llamada de Pittini, Trujillo llamó al coronel Frías a La Victoria y ordenó directamente mi libertad, cosa que se le atrabancó a J. Abbes, presumido de una principalía que ya agrietaba muchas de las lealtades civiles de Trujillo, hecho que llegó al paroxismo cuando logró la autorización indujo a éste al asesinato de las Hermanas Mirabal, dinamitando los reductos que todavía creían que aquel dictador era imprescindible.
Por ello, por ese celo de mandos, cuando le pidieron los expedientes de Asela Morel, de Iván de Js. Tavárez, del Dr. Pavón Moní y de José Israel Cuello para imponer a Trujillo de las implicaciones de ellos en la conspiración que se extendió por todo el país, cargó el dado en el último de tal manera que al leerlos Trujillo antes de pasar a sus vociferaciones hubo de preguntar ¿Y qué hace éste en la calle?, a lo que Abbes contestó implacable, “Usted lo soltó Jefe”.
Había exacerbando lo bestia de aquel hombre que ya vacilaba en el pedestal, sin saber que caería abatido por los suyos, como acontece siempre.
Otros dos encuentros cercanos de otro tipo:
Muerto Trujillo, retorné al país y me incorporé al trabajo político en el Movimiento Revolucionario 14 de Junio, encargándome inicialmente de la organización de sus programas de radio, y posteriormente de la dirección de su periódico impreso.
En esas funciones, donde se movía mucha gente, me visitó una tarde Hilda Bisonó Mera, de quien tuve referencias sobre sus inquietudes políticas muchos tiempos ha por parte de Payeyo García Troncoso, pero Payeyo había muerto y esas relaciones se interrumpieron al mismo tiempo que había sido seducida por el Dr. Balaguer y sus encantos, tanto que le acompañó al exilio posteriormente en Nueva York, pero eso fue después.
Hildita fue a decirme que el Dr. Balaguer quería verme, a lo que respondí que agradecía mucho tanto la deferencia como la selección tan precisa del mensajero, pero que el líder de nuestro partido era el Dr. Tavárez Justo y que a su cargo estaban los contactos de esa naturaleza.
Años después, y en los días próximos a la juramentación balaguerista de 1966, el Lic. César Herrera me invitó a su casa para que viera unos libros de los marxistas insignes de la URSS a quienes Stalin había exterminado y cuyas obras no se publicaron jamás. De ellos, me dijo, podía tomar los que me interesaran porque él no tenía dónde ponerlos.
Cuando fui a verlo, a la casa parcial que ocupaba entonces en la Av. Independencia, casi frente al Instituto Dominicano Gregg, donde laboraba mi esposa Lourdes, me pidió que me subiera en su carro, que fuéramos a ver a Balaguer, que yo sería Ministro en unos días.
Es evidente que rechacé la invitación, pero no tanto que me quedé sin los libros ofrecidos.
De tu tocayo tengo muchas anécdotas y muchos recuerdos cultivados en el clima de su talento inmenso, de su discurrir fluido, de su vida que pudo rendir muchas veces lo que rindió, que fue notable.
La entrevista.
“Buenas tardes, Presidente”, dije al entrar y él levantó la vista de un expediente que leía, o simulaba que lo hacía, al amparo de una luz discreta desde una lámpara de películas del Oeste norteamericano, con pantalla verde de cristal incluida.
“Buenas tardes”, dijo, “¿Como está su padre?, siempre ha sido amigo mío pero nunca se ha querido involucrar en la vida política y sin los hombres buenos no se hace política buena. ¿Qué le trae por aquí? Tomemos asiento ¿En qué puedo servirle?”.
Presidente, hago provecho de una denuncia sobre mi seguridad, a la que no le doy ningún crédito, para tratar con usted diversos asuntos que la coyuntura me permite tratarle, el primero de los cuales es el de los asesinos de Orlando Martínez, cuyos nombres, según las investigaciones que hemos hecho son los que se contienen en esta lista.
Le pasé el primero de los papeles que portaba.
Sentados ya, se concentró en la lista, y sólo se refirió a uno de los nombres contenidos en ella:
“¿Cruz Acevedo otra vez?”
A lo que dije, sí, Presidente, Cruz Acevedo otra vez porque una y otra vez sale de la cárcel por indultos y sigue sirviendo en los cuerpos armados y haciendo lo que siempre ha hecho.
“A uno le pasan esas listas de indultos y las firma sin muchos requisitos porque se supone que ya han sido depuradas, sino es que los agregan después de que las firmo. Le agradezco esas informaciones que serán incorporadas a las que ahora acopia el general Nivar Seijas. Ese fue un crimen horrible.”
Otro tema que le traigo es el de los graduados del Campo Socialista a los que se les impide la entrada al país y están perdiendo el tiempo en trabajos menores cuando no se van desperdiciado las becas porque se arraigan en otros países y en labores distintas a sus formaciones profesionales.
Esa fue la parte más larga de La Entrevista.
Me hizo muchas preguntas sobre la vida de esos estudiantes y su relación con la sociedad donde se desarrollaban sus estudios, sobre las familias con que se relacionaban, sobre el tiempo que tardaban para el dominio de los idiomas locales, sobre el nivel de las universidades o escuelas donde estudiaban, sobre sus problemas de salud y sobre sus comunicaciones con las familias de origen.
Muchas, tantas que no puedo hoy recordarlas todas, haciéndome sentir por momentos que estaba ante un anciano monarca preocupado por sus súbditos más remotos y por sus destinos inalcanzables, mientras caía la noche y otras luces no se encendían, lo que me permitió confirmar que el monarca estaba ya perdiendo la vista, como se decía.
Pero, me sacudí, cuando de repente preguntó qué hacía en la vida privada.
-Pretendo ser editor- le dije- pero usted lo sabe, ¿qué es lo que usted no sabe en este país? Al salir para acá recogí algunos títulos que se están terminando y que todavía no están en el mercado, y uno que otro puede ser de su interés, entregándoselos.
Los vio uno por uno, los hojeó rápidamente; como bibliómano se interesó por las guardas y por los sistemas de encuadernación, sin decir nada, e hizo, de repente, referencia a uno de ellos, a uno solo, “¿El Sistema Educativo Dominicano ñdijo-, de Frank Marino Hernández?”, agregándole un veneno estremecedor: “¿Este es un autor extranjero?”
Me sonreí pero no me dejé provocar, diciéndole, usted conoce muy bien a Frank Marino, él ha colaborado con su gobierno de múltiples maneras, es mi amigo y le valora muy positivamente, es hermano o sobrino, familia del arquitecto Rafael Tomás Hernández, uno de sus hombres de mayor confianza y calificación.
Pero él no perdió los estribos, y volvió a la carga ya directamente: “Aquí hacemos muchos libros”.
-Presidente, le dije tajante, yo no he venido a eso.
Y desplacé la dama en diagonal sobre el tablero, desarmándole:
Un último tema Presidente, a usted le esperan muchos allá afuera y yo he abusado de su tiempo, el tema de Falconbridge.
“Ese es un contrato infame, una estafa” ñdijo-. “Uno contrata talentos costosísimos, usted no se supone cuánto, y resulta que eso no le deja nada al país, se están llevando esa riqueza sin dejar nada”.
-Sí, Presidente, todo eso es verdad, pero pocos sabemos quienes fueron esos sabios que discutieron ese contrato a nombre de su gobierno, pero todos sabemos que quien lo suscribió fue usted, y he terminado en estos días un estudio de sus informes de gerencia, contenidos en sus publicaciones anuales y ello está contenido en este documento que consideré conveniente entregarle personalmente antes de que circule haciendo provecho de esta oportunidad.
Lo tomó sin simulaciones de indiferencias y durante un rato que me pareció largo hojeó su contenido volviendo una que otra vez atrás. Entonces tomó una tarjeta, escribió algo, y le anexó lo escrito al documento.
Entonces, volvió a hablar:
“Yo le agradezco mucho esta visita, para mí ha sido muy positiva ñdijo- aquí vienen muchas personas, todas a pedir, todas, son pocos los que me proporcionan informaciones de esa calidad, muchas gracias”.
Ahí terminó La Entrevista, que al día siguiente mereció una nota tendenciosa en un periódico que tenía en su accionariado a uno por lo menos de los generales en hibernación.
COROLARIO:
1.- En la noche, ví a Papá, y se estremeció cuando le conté lo de Frank Marino, exclamando, ¡Qué malvado!
2.- Pocos días después se inició el levantamiento de los impedimentos de entrada a los graduados en el campo socialista, no a todos.
3.- Tres años después, a finales de 1978, ya el PRD en el poder, un amigo pasó a ocupar el despacho de aquel grupier de casino que era al momento de La Entrevista el Asesor Económico del Poder Ejecutivo y encontró en los archivos el documento sobre Falconbrige, con la tarjeta anexa que decía: “Referido al señor fulano de tal para su estudio e informe en un plazo no mayor de siete días”, entregándome esas dos cosas que en algún lugar conservo.
El PRD, que había inscrito en su Programa de Gobierno la Revisión de los Contratos con las empresas extranjeras, nada hizo al respecto, ni tocó el tema, sin embargo, Balaguer volvió al gobierno en 1986 y encargó de inmediato a Rafael Marión Landais de renegociar el contrato con Falconbridge, sin alharacas, logrando modificarlo sustancialmente.
(De lo que hizo el PRD con Falconbrige tendría algo que contar, pero no tiene nada que ver con Balaguer, salvo el contraste)
4.- Cuando formamos Moderno, se produjo una reunión informal en Palacio, en la que uno de los sujetos le quitó significado al movimiento diciendo, “eso es fácil, ahí hay cuatro que son los que manejan ese grupo, yo me encargo de buscarle su precio a cada cual”, a lo que Balaguer respondió desde el fondo:
“Tenga cuidado, que ahí hay uno que vino una vez a Palacio y yo le ofrecí que me imprimiera algunos libros y me respondió que no había venido a eso. Ese, ni con la vicepresidencia de la República trabaja con nosotros”, expresiones que me fueron comunicadas por otro de los contertulios en altas horas de la noche de ese mismo día, seguro de que yo estaba pegado, sin llegar a pedirme una contrata pero arrimándose cada vez más a ello.
Fin. |
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